En agosto de 1967 se fundó el Partido Nuevo Progresista en asamblea extraordinaria celebrada en la cancha Manuel Carrasquillo Herpén en Carolina. Luis A. Ferré es escogido presidente del nuevo partido. El liderato principal fue el mismo que lideró la Asociación de Estadistas Unidos durante el plebiscito de ese año. Una pléyade de nuevos líderes, que participaron en la gesta plebiscitaria, acompañaron a Ferré en aquella ocasión; Carlos Romero Barceló, Jorge Luis Córdova Díaz, Jesús Hernández Sánchez, Ángel Viera Martínez, Nelson Escalona, Justo Méndez, Hernán Padilla, Juanito Cintrón, Miguel Hernández, Pepe Álvarez, Guillermo Campos Ayala, Pepín Salichs, Julio César Román y Jimmy Rosas, entre otros.
El plebiscito se celebró el 23 de julio y el 20 de agosto, en menos de un mes, ya el nuevo partido estaba fundado. Un tiempo récord en la historia. De inmediato surgieron las consignas y eslóganes, y la filosofía del nuevo partido, donde el espíritu de don Luis tuvo mucho que ver. Entre los eslóganes estaban; “esto tiene que cambiar”, “los humildes serán los primeros” y “vamos a alcanzar la nueva vida.” Sobre éste último, recuerdo unas parcelas entregadas en Yauco en 1970 que fueron bautizadas como el sector Nueva Vida.
Durante ese tiempo el sentido de identidad y pertenencia al nuevo partido era asombroso. Esto se llevaba con orgullo y donde la intención malévola, con aspecto sutil de delincuencia, y que asomaba la cara con su disfraz encubridor, era atacada de inmediato como el elemento exógeno que entra en nuestro organismo y los anticuerpos se activan y acechan de inmediato. Era una época donde todos eran tratados como líderes y miembros bona fide de una colectividad que, desde su fundación, nunca pararía de crecer electoralmente. Eso se manifestaba hasta en los saludos y encuentros fortuitos. Era lo que en los Estados Unidos se llamó, “la política de la inclusión.” (Véase a Thomas H. Kean, The Politics of Inclusion).
Con Carlos Romero Barceló siguió este espíritu de camaradería e inclusión, donde la participación activa dentro del liderato de barrio o unidad electoral era una extensión de las actividades familiares. El proselitismo durante esos años era deslumbrante. Los compromisos se cumplían a cabalidad. Las primarias eran entre hermanos, no entre enemigos. Había un sentido sagrado de no atacar al compañero de partido. Hoy día son guerras civiles donde se pelea sin cuartel por un pedazo del poder, en muchos casos un poder exiguo que incide mayormente en el ego de la persona y no en la salud del partido ni, mucho menos, en el bienestar del país.
Al paso de los años, algunos líderes dentro del PNP lo convirtieron en el dios Saturno, un ente amorfo que devoraba sus propios hijos para luego vomitarlos en la oscuridad del primer callejón sin salida que encontraban. La brújula de su existencia, la Estadidad, se levantaba con propósitos estratégicos de adelantar agendas personales para lograr una candidatura o, en el peor de los casos, ofrecer prebendas. En esto, por omisión, todos hemos sido responsables por esta transformación fantasmagórica ajena al espíritu y carácter del anónimo pueblo estadista.
La Estadidad, como lo dijeran en 1967 Luis A. Ferré y, también, Carlos Romero Barceló, debe ser discutida y promulgada todos los días del año. El PNP debe volver a sus orígenes. Se trata de sentir que el logro de la igualdad política es el logro de la justicia social que merecen todos los desventajados que históricamente han padecido de los avatares de la colonia.
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