Por: Andrés L. Córdova
Profesor de Derecho, UIAPR

Además de sus evidentes consecuencias inmediatas, el apagón del 21 de septiembre de 2016 arroja su sombra sobre cómo entendemos nuestra coyuntura histórica. Lo que pudo ser y lo que fue, versaba T.S. Eliot, apuntan a un mismo fin, que está siempre presente. Nos aproximamos al continuum de la historia mediatizada por la experiencia. Tiempos pasados fueron mejores, nos decimos, aunque no sea cierto. El pasado se difumina en una memoria desintegrada. Somos seres históricos, con todas sus inexactitudes, temores y nostalgias. Cuando se toma medida de las circunstancias y del momento en que nos ha tocado vivir, sin embargo, se percata uno de la precariedad de nuestro presente.

Para muchos, la condición de la cosa pública en las últimas décadas no suponía mayor dificultad, y las diferencias de opinión entre los diferentes sectores -industriales, sindicatos, profesionales, pequeños negocios, estudiantes, entre tantos otros- eran de ordinario reconciliables con mayor o menor éxito a través del proceso político. Ese ya no es el caso. El proceso político y sus actores de turno han caído víctimas de sus propias prácticas parasitarias y no prometen mayores cambios, como tan tristemente ilustran los casos de la sistémica corrupción pública ante en el Tribunal Federal. Con el agotamiento del crédito público, las decisiones sobre qué sector o grupo debe ser privilegiado con un presupuesto gubernamental en entredicho, las animosidades entre los grupos que conforman nuestra sociedad se exacerban y se manifiesta la fragilidad política de nuestras instituciones. Sectores que de ordinario no gozan de apoyo mayoritario aprovechan la oportunidad para adelantar sus visiones e intereses y secuestrar la discusión pública. A modo de ejemplo, la oposición organizada de algunos sectores contra Promesa y la Junta de Control Fiscal, con sus protestas e interrupciones en propiedad privada, pone de relieve la estrategia de alentar la lucha de clases y desestabilizar al gobierno y a la sociedad.

Otros, desde sus temporeras posiciones gubernamentales subvierten el estado de derecho legislando y actuando a espaladas de las limitaciones y garantías constitucionales. Los industriales y el PPD, por su parte, buscan promover otra exención contributiva federal que los devuelva a su pasado bucólico de las 936 con miras a postergar la inevitable decisión que nos viene encima: estadidad o independencia.

Toda pretensión de separar nuestro problema económico del problema del status, invocando consignas publicitarias y electorales está abocado al fracaso. No se trata de fanatismo político, sino del reconocimiento de la íntima e inevitable relación entre la económica y la política. Piénsese en el costo político de la quiebra de los sistemas de retiro, en el envejecimiento de nuestra población, en el empobrecimiento marcado de nuestra clase media y la migración masiva, el colapso de la infraestructura de la AEE, AAA y la Autoridad de Carreteras, la incapacidad del Gobierno de pagar la deuda pública o a sus suplidores, el desplazamiento del poder político al narcotráfico como tan dramáticamente ilustra la organización criminal en el residencial público Villa Hermosa, la ineficacia del sistema de educación pública y de salud… Esta lista interminable retrata una sociedad en franca decadencia, incapaz de enfrentarse a un presente que se le desvanece frente a sus ojos. Nuestro presente, parafraseando a Gabriel García Márquez, huele a guayaba podrida.