Por: Carlos R. Mercader
Director ejecutivo, Administración de Asuntos Federales
Durante los pasados meses, hemos escuchado diversos argumentos sobre el valor de la ciudadanía americana, los derechos y responsabilidades que portarla conlleva, y sobre qué estatus político asegura su continuidad. Como verán a continuación, solo la estadidad nos provee una ciudadanía americana de primera categoría ya que bajo el actual estatus territorial no aplican los principios básicos de una relación política entre ciudadano y Estado.
Pero, ¿Qué es la ciudadanía? ¿Y por qué es importante?
Muchos estudiosos del tema aseguran que el concepto moderno de ciudadanía se origina en las ciudades-estado de la Grecia Antigua –nótese el vínculo etimológico entre ciudad y ciudadanía– y afirman que era una forma de proteger a los griegos de la esclavitud, una condición exclusiva de los extranjeros. Además, los ciudadanos tenían el derecho y el deber de tomar parte activa en la gobernanza de sus ciudades.
En los tiempos de Roma, la ciudadanía aseguraba la integridad física de sus portadores. Tanto es así, que Marco Tulio Cicerón, en su obra In Verrem, indica que cuando un romano viajaba por el vasto Imperio y se topaba con cualquier vicisitud, solo tenía que decir Civis romanus sum (soy un ciudadano romano) para obtener seguridad y poder proceder con su viaje.
Independientemente de su origen, ser ciudadano de un país –en el siglo XXI– significa ser un miembro legal, con participación política activa, de una nación. Conlleva también responsabilidades tales como el pago de impuestos, participación en los tribunales como jurado, entre otras.
La ciudadanía americana nos hace legalmente miembros de los Estados Unidos de América. Es decir, somos estadounidenses y nadie puede quitarnos la pertenencia a esa nación. Pero, y este es un gran pero, la ciudadanía para los residentes de los estados otorga el derecho a tener representación política, con voz y voto en el Congreso y participar de las elecciones presidenciales.
La ciudadanía americana en Puerto Rico, por lo tanto, no es una ciudadanía completa, ni es la misma que disfrutan los residentes de los 50 estados. Un puertorriqueño tiene las mismas responsabilidades que los ciudadanos residentes en cualquier estado de la unión –con algunas excepciones como el pago de ciertos impuestos– pero carece completamente del derecho a la representación política, al voto presidencial, al acceso a servicios sociales en igualdad de condiciones, y tantos derechos más. Por la condición territorial de Puerto Rico nuestra ciudadanía es de segunda categoría.
Dada la estructura política que establece la Constitución de los Estados Unidos, la única manera de asegurar nuestros derechos ciudadanos en Puerto Rico es mediante la estadidad. El que diga que el actual estatus territorial asegura la ciudadanía estadounidense te miente, porque no gozamos, bajo la cláusula territorial, de una relación digna entre los ciudadanos y el Estado.
Cada día, cada segundo, los puertorriqueños son discriminados políticamente por residir en Puerto Rico. Se nos llama ciudadanos, y se nos otorgan pasaportes americanos, pero a la hora de participar en el proceso político nacional somos tratados como extranjeros. Nuestra nación no nos cataloga como miembros con plenos derechos.
El 11 de junio tenemos la oportunidad de reclamar, tras más de 100 años de ciudadanía, un trato en igualdad de condiciones al resto de los ciudadanos de los Estados Unidos. Tenemos una cita con la historia para hacer un llamado de igualdad con los puertorriqueños que residen en Texas, Florida, Carolina del Norte, Ohio, Nueva York, y alrededor de toda la nación.
Nuestros soldados podrán exigir participar en la elección del comandante en jefe que los envía a la guerra, y nuestros ancianos podrán obtener servicios médicos en igualdad de condiciones que sus familiares que residen en los estados.
Conscientes de las responsabilidades, pero también de los derechos, podremos exigir a los Estados Unidos una ciudadanía completa y digna. Solo así podremos decir, con total orgullo, soy un ciudadano americano, como otrora dijesen los romanos.
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