La asamblea constituyente Por Andrés L. Córdova

La asamblea constituyente

Cayo Santiago bandera de Puerto Rico
Josian E. Bruno Gómez / EL VOCERO

En semanas recientes ha sido notable el esfuerzo de algunos sectores de tratar de revivir la idea de una asamblea constituyente como mecanismo procesal para atender nuestro problema de estatus político. En conferencia de prensa hace poco, inclusive, varios líderes religiosos plantearon la asamblea constituyente como el mecanismo ideal para sostener un diálogo entre los grupos y facciones que postulan las diversas opciones de estatus.

Servidores Públicos Estadistas

De entrada, es necesario destacar que estos líderes religiosos —como cualquier otro ciudadano— tienen perfecto derecho de expresar sus opiniones sobre los asuntos públicos. De la misma manera en que algunos líderes religiosos tienen el perfecto derecho por abogar por limitaciones al derecho al aborto, como efectivamente hicieron hace algunos meses, igualmente tienen estos otros líderes el derecho de participar en la discusión sobre el tema del estatus.

El principio de separación de iglesia y estado no puede ser entendido como un impedimento a la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos. Una democracia vibrante gira alrededor del intercambio robusto de ideas y creencias, y cualquier pretensión de limitar la libertad de expresión debe verse con suma sospecha. Eso no quiere decir, por supuesto, que los pronunciamientos de líderes religiosos vengan investidos con el imprimatur de la divinidad. Como toda opinión, la de los líderes religiosos también debe ser evaluados a la luz de la racionalidad y no partir de atavismos epistémicos.

Desde esta perspectiva, el argumento a favor de una asamblea constituyente —tal y cual ha sido promovida por los sectores que abogan por la independencia en cualquiera de sus vertientes— está anclado en varios supuestos filosófico-políticos y jurídicos que requieren de análisis crítico.

El fundamento teórico de la asamblea constituyente es que este cuerpo deliberativo de alguna manera encarna la voluntad del “Pueblo”, quien es el depositario de la soberanía de la cual dimana la legitimidad democrática. El “Pueblo”, sobra decir, como abstracción política sin contenido existencial, es el fantasma en la máquina del Estado liberal. En el contexto de una asamblea constituyente —hay que notar cómo sus proponentes han abandonado la frase “asamblea constitucional” por sus cortapisas normativas— habría que preguntarse sobre cómo se constituye dentro del marco del ordenamiento constitucional existente.

Si la idea es que la soberanía del “Pueblo” es previa a la legalidad misma y que por tanto no está sujeta a las restricciones que le impone el ordenamiento jurídico vigente, entonces no hay más que hablar. Baste con que los fieles se reúnan al margen de la legalidad, en asamblea, y reclamen hablar en nombre del “Pueblo”. Esto es precisamente lo que han hecho los movimientos de liberación nacional a lo largo del siglo 19 y 20. El hecho de que los promotores de la asamblea constituyente no lo hagan es un reconocimiento implícito de que no hay apoyo político alguno para tal acción.

Descartada tal posibilidad, el remedio entonces es legislar como la polilla, dentro del marco constitucional existente. Esto fue precisamente lo que el PIP y algunos en el PPD ensayaron al inicio del cuatrienio de Alejandro García Padilla cuando presentaron varios proyectos de ley ante la Asamblea Legislativa, invocando el derecho natural de los puertorriqueños a convocarse en asamblea sin estar sujeto a las leyes que la habilitaran. Interesante por demás notar cómo se utilizó el proceso de ley para intentar circunvalar la legalidad misma.

El derecho natural es una visión filosófico-política específica que no es aceptada universalmente como el fundamento de la normatividad humana. En este sentido, la invocación talismánica al derecho natural —sin explicar en qué consiste y cómo se entiende— es esencialmente un ejercicio de brujería.

Claro, la intención política detrás de estos proyectos de ley era presentar como un hecho consumado la capacidad jurídica del “Pueblo” de Puerto Rico de convocarse como cuerpo al margen del ordenamiento jurídico vigente. Las expresiones del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en Puerto Rico v. Sánchez Valle (2016) sobre la falta de soberanía de Puerto Rico son llamativas en cuanto a este extremo.

Luego de 120 años desde la Guerra Hispanoamericana, creo que los puertorriqueños estamos bastante claros sobre cuáles son nuestras alternativas de estatus: estadidad, territorio —no incorporado— o independencia. La razón y la evidencia histórica sugieren que una asamblea constituyente meramente reproduciría las mismas posiciones ya ensayadas tradicionalmente por los diversos sectores políticos. A lo cual tendría uno que preguntarse, ¿para qué una asamblea constituyente?

Más que un mecanismo procesal antiséptico para articular las diversas posiciones de estatus, la asamblea constituyente es un llamado vedado a la independencia que pretende excluir a la ciudadanía de la participación directa en la toma de decisiones sobre su futuro político. El boicot del PPD y el PIP del plebiscito de junio de 2017 fue un anticipo de esa falta de vocación democrática.

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